TOMAS ESPINA
PLASTICA › LA MUESTRA DE TOMAS ESPINA Y PABLO GARCIA EN EL MUSEO CARAFFA
Un ejército de setecientas cabezas
El museo cordobés acaba de inaugurar la muestra Haití, en la que se presenta, entre otras obras, un conjunto de centenares de cabezas de terracota.
Entrevista a Tomás Espina: arte, metáfora y política.
Por Eduardo Stupía
El coche que maneja Tomás Espina corcovea y resbala cuesta abajo por un empinado y angosto camino serrano. Voy en el asiento del acompañante y de repente me asalta la voz de Arno Schmidt: “No me gustan las sierras, ni el sinnúmero de accidentes del terreno ni el barroquismo del suelo”. No importa. Tomás conoce las mañas de su territorio, y tiene todo bajo control aunque el vehículo se encabrite. Nos está llevando a Ana Wingeyer y Luciano Murúa –artistas fundadores de Malevo Estampa– y a mí a visitar su taller, enclavado en plena sierra de Río Ceballos. Venimos de la casa del artista, una especie de chalet umbrío, rústico y misterioso, que luce algo gastado en tanto ha sobrevivido a la amorosa encerrona de una vegetación exuberante, a mitad de camino entre la huerta espontánea, el jardín sin jardinero y el matorral salvaje, y todo de pronto parece un escenario inventado por Piranesi y Werner Herzog.
El taller de Espina aparece de golpe, en el recodo de un empinado sendero de subida. Es un galpón típico, industrial, de muros de cemento y techos de chapa, suficientemente espacioso aunque no excesivamente grande. Es ahí donde el artista ha ensayado y elaborado sus ya famosas, expansivas quemazones y explosiones conducidas de pólvora, y donde culminaba los preparativos de la nueva, gran muestra, realizada en colaboración con el artista Pablo García, que se aprestaba a inaugurar el 23 de marzo, en el Museo Caraffa de la ciudad de Córdoba. En el piso del taller, abarcando toda la superficie, de punta a punta y de pared a pared, se agolpaban decenas de atávicas cabezas tronchadas, hechas en terracota, con agujeros en vez de ojos y un tajo violento en lugar de boca, muchas de ellas tiznadas con un negro de momia y otras todavía crudas en su desnudez de pétrea máscara mortuoria. Y Espina parecía un alquimista manteniendo a raya a toda esa marea de encapuchados, a punto de avanzar sobre el visitante como un ejército fantasma de decapitados.
Con el vibrante recuerdo de esa versión de Halloween arqueológico en vasijas y dibujos que desplegó en su reciente, exitosa muestra Ya fui mujer en la Sala J del Centro Cultural Recoleta, y en pleno desarrollo de la nueva instalación con que ha invadido la Sala 5 del Museo Caraffa, dialogamos con el artista en su reciente visita a Buenos Aires.
–¿Podría esbozar someramente la relación entre su obra anterior y la nueva producción, en cuanto a los vínculos entre, por ejemplo, las acciones con la pólvora, las revistas carbonizadas y esta suerte de aquelarre en barro cocido, que recuerda los osarios en las catacumbas de París?
–Se trata siempre de formular experimentos sobre los estatutos del tiempo, esa cualidad del tiempo para desdoblarse. Y creo que el arte es como un nexo, un facilitador, porque tiene la característica de comprimir el tiempo. En una obra pueden confluir varias temporalidades, como capas geológicas. Una revista actual puede volverse un objeto antiquísimo, y una máscara mortuoria muy antigua puede interpelar el presente. Me preocupa qué se le puede activar al espectador cuando se halla en presencia de algo que lo remite a lo ancestral, a lo arcaico, como si estuviera a punto de recordar otras vidas, estableciendo una identificación extraña con ese objeto, como si ya lo hubiera visto antes.
–Esta nueva muestra en el Museo Caraffa fue concebida en un trabajo conjunto con Pablo García, ¿cómo fue esa experiencia y cuál fue la idea madre, el disparador de toda esta propuesta?
–A Pablo lo conocí en los noventa. Trabajamos juntos en los corsos de Unquillo; éramos los encargados de construir los muñecos que se quemaban al final del Carnaval y fuimos parte activa de la murga Unquío Paradise, que convocaba a miles de jóvenes de todos los estratos sociales de Unquillo. Esa experiencia fue fundante para ambos. Luego me fui a vivir a Buenos Aires y él a Centroamérica, pero nunca perdimos contacto. Siempre nos acompañamos y estuvimos al tanto, ya sea por escrito o telefónicamente, de los procesos de cada uno. En este febrero del 2016 se cumplieron veinte años desde que fundamos la murga, y cuando me invitaron a exponer en el Caraffa pensé que podíamos volver a hacer algo juntos con Pablo. Las cabezas de la muestra, entonces, son como emblemas que condensan fisonomías: aluden de una manera fantasmal, indirecta, a los rostros de todos los chicos de la murga y su público, a las máscaras y a los muñecos, pero también a todos nuestros muertos.
–Es decir, que aquellos fuegos que consumían a los muñecos se transmutaron en los estallidos de la pólvora, y a su vez éstos en los residuos carbónicos que tiñen buena parte de su obra contemporánea...
–Podría decirse que sí, pero la pregunta me trajo recuerdos anteriores incluso. Tengo la imagen de mi padre tomando lo que él denominaba “baños de fuego”. Hacía un fogón en el patio de casa, se ubicaba totalmente desnudo frente a las llamas y ejecutaba los mismos movimientos de frotación sobre el cuerpo que uno hace en la ducha.
–Un verdadero ritual de purificación o un ensayo de chamanismo doméstico. Lo cual nos lleva directamente a la presencia en su obra de lo que podríamos llamar “la invocación de esencias y potencias ocultas, oscuras”, que usted recrea o restaura en un simulacro material para revelar cómo esas fuerzas, directa o indirectamente, atraviesan la conciencia y el cuerpo del hombre contemporáneo. ¿El título de la muestra, Haití, podría relacionarse con esto?
–Absolutamente. Ese título surgió de una charla que tuvimos con Pablo, en la que hablábamos del interior y de lo interior. El interior de Unquillo es un poco como Haití, o podríamos decir que Haití es todo lo interior, lo que está oculto, lo que no se quiere ver. Pero también fue el primer país que se independizó, y el país al que Occidente no ha dado tregua. Haití encierrra todo lo que Occidente no quiere ser: lo salvaje, lo primitivo, lo chamánico, aquello ritualizado que está al margen de los rituales de la cultura. Y en rigor, fue Pablo el que trae de su experiencia en Centroamérica toda esa impronta a este proyecto. Las cabezas-vasijas de la muestra en Recoleta todavía eran más proclives a ser vistas cómo máscaras carnavalescas que las cabezas de “Haití”; éstas cobran otra densidad. Además, Haití suena como ¡ay, ti!, como ¡ay de ti!; si en algún momento se dijo la patria es el otro, ahora puede decirse que el otro es el que duele.
–La resolución escénica de la muestra es directa y básica, y a la vez crudamente imponente. Las setecientas cabezas tronchadas alineadas una contra la otra sobre simples repisas de madera aluden a los reservorios arqueológicos, a los depósitos de los museos, a las catacumbas, pero además, ¿tuvo usted en cuenta el peso de un contexto dramático más local, más político, que nos lleva inexorablemente a sentir que se alude al exterminio y al genocidio?
–Por un lado, el hecho de haber inaugurado el 23 de marzo, un día antes de que se cumplieran 40 años del golpe del 76, hizo inevitable esa asociación. Por otro, quizás algo en mi lenguaje induce a ciertas asociaciones específicas, y si se quiere inesperadas. Si el espectador fuese armenio, o iraquí, o judío, sentiría quizás resonancias con su propio genocidio. La clave está en la mesa, donde aparecen documentos y revistas de actualidad de diferentes épocas, incluyendo algunas del Mundial del 78, con Videla y Kissinger festejando el “triunfo” de la Argentina. Y revistas de este último Diciembre festejando el triunfo de Macri. Está el localismo brutal de las revistas, que en su lenguaje universal se convierten en un fetiche. Y cubriéndolo todo está el polvo, que todo lo unifica, porque opera en el plano de lo indiferenciado. Las revistas son la imagen del deber ser, y mandatarias del orden social. Funcionan en un plano muy bajo de energía; son un enorme aparato ilusorio y de engaño. Su lenguaje tiende a separar, a diferenciar lo que está bien de lo que está mal, lo lindo de lo feo, lo legal de lo ilegal. En cambio, y ya lo dice el proverbio, para el polvo no hay diferencias.
La muestra Haití, de Tomás Espina y Pablo García, puede verse en la sala 5 del Museo Caraffa de la Ciudad de Córdoba hasta el 12 de mayo. Una versión reducida será exhibida en la Galería Ignacio Liprandi, de Buenos Aires, a partir del 21 de mayo.