TOMAS ESPINA
La mirada del abismo: La muestra de Tomás Espina y Pablo García en el Museo Caraffa
“Haití”, la muestra que Tomás Espina y Pablo García presentan en el Museo Caraffa, causa estupor por sus terroríficas cabezas de cerámica, que conectan con algo mudo y arcaico. La acompaña “Ya fui mujer”, una serie de acuarelas.
Por Javier Mattio
Existen los museos para exhibir restos de civilizaciones antiguas, plácidamente recubiertos de vitrinas y conceptos arqueológicos; y están los museos de arte contemporáneo, que cobijan el arte del presente cercano o inmediato. ¿Qué sucede cuando se invierten los términos? Tal transfiguración del tiempo común es la que llevan a cabo Tomás Espina y Pablo García en “Haití”, muestra que también funciona como una experiencia del horror primario, el que emerge a borbotones ante la alteridad más radical, allí donde la muerte colectiva se instala como la gran igualadora.
Compuesta de dos cuerpos ascéticos pero arrebatadores, “Haití” se insinúa desde el principio como un espacio amenazante. La instalación de la gigante sala 5 del Museo Caraffa tiene como introductoria primera parte (necesaria para toda experiencia terrorífica que se precie) una larga mesa con caballetes en la que publicaciones ideológico-amarillistas (revistas ¡Hola!, Noticias, guías de teléfono, fascículos de la Historia del Movimiento Obrero, apuntes de Introducción a la Comunicación) yacen esparcidos y recubiertos de una materia oscura y polvorosa que es la marca registrada de Espina, quien ganó el premio Petrobras en 2009 con un cuarto de paredes quemadas.
Huella apocalíptica del trabajo a cuatro manos que dio origen a la exhibición, la mesa de disección gráfica de “Haití” despliega una capa cultural-política-farandulesca a modo de fúnebre mantel escatológico, una entropía de la Historia argentina reciente que puede ser leída al pasar y por encima como un acta de defunción macabra hecha a fuerza de explosiones, disparos y noticias de último momento extinguidas hace añares.
La mesa funciona como pasaje al mueble espeluznante que aguarda elevado en la pared del fondo, una serie de estanterías precarias en las que se exponen apretadas una multitud de cabezas de cerámica de simulación precolombina, rostros apenas delineados que parecen estar cantando, gritando o suspirando como momias que todavía acusan su última exhalación. La vinculación no explícita con la mesa obliga a una operación más simbólica que literal, una conmoción del subconsciente nuevamente propia del terreno del terror. ¿Son esas caras decapitadas víctimas de la Historia reciente, de una sociedad arcaica, de una aún por venir? ¿O son simples esculturas, una mera cita posmoderna? En última instancia, “Haití” estremece al revelarle al espectador su habituación, su fácil tendencia a racionalizar lo insondable.
Como anexo y tercer cuerpo de la criatura se expone en las salas contiguas “Ya fui mujer”, un conjunto de acuarelas de Espina con cuerpos y formas tensionadas entre la abstracción y la figuración, en apariencia úteros o mujeres rígidas o penitentes que contrastan con la manera fluida y vaporosa en que están representadas sobre el papel.
La mujer aparece entonces como otro “otro” junto al tiempo, la muerte, los muertos y el otro yo del espectador que se refleja como una sombra sin fondo ni estanterías en “Haití”. La transmutación que propone la exhibición no es casual, en tanto la amistad entre Espina y García nace de su participación en los carnavales de Unquillo hace 20 años, ese rito grupal donde la máscara y el baile despiertan conexiones sobrenaturales.
“Diseñamos la imaginería de la murga Unquio Paradise, una de las primeras del interior del país”, revela García. Y sigue: “Tal vez lo más maravilloso de esa experiencia es que la creatividad era un acto colectivo que se nutría de la vivencia comunitaria. Éramos un colectivo de más de 100 personas de todas las edades, pintando, modelando, cosiendo, bailando y tocando tambores en un mismo espacio. El Momo del carnaval era siempre un ser mítico del pueblo pero amado o reconocido por la comunidad. Modelar esas figuras era ya un presagio de algo que estas cabezas hoy continúan”.
“Haití” sella de esa manera una amistad de dos décadas en las que García y Espina partieron a destinos distintos (Centroamérica y Buenos Aires, respectivamente). De forma curiosa, la alquimia entre ambos no volvió a nacer en Unquillo sino en barrio San Vicente. “Buscando arcilla, una amiga ceramista nos condujo hasta el taller de alfarería de los Pereyra. Cuando llegamos al lugar supimos que allí estaba el epicentro de la acción. El taller está ubicado muy lejos de las Sierras Chicas donde estábamos elucubrando la obra, pero eso no importa porque Los Pereyra eran ‘Haití”, dice García.
Y amplía: “Aquel lugar replicaba el mundo de realismo mágico que atesoraba Unquillo en otro tiempo y circunstancias. Los Pereyra son una empresa familiar de alfarería fundada tres generaciones atrás por el abuelo de los actuales dueños. Para nosotros supuso un universo medieval en el que nos sumergimos a modelar cabezas a partir de macetas húmedas a las que sometíamos a rajaduras y golpes. Todo sucedía en camaradería y hermandad. En medio de esa tribu se gestó esta otra tribu de cabezas”.
El otro duele
¿Por qué “Haití”? “El nombre surgió el día que fuimos a ver la sala del Caraffa por primera vez. Fue en septiembre del año pasado y en la radio hablaban de Haití. Aún no sabíamos qué queríamos hacer, pero el nombre resonó en nosotros de forma familiar como algo que remite inmediatamente a lo precario, primitivo, salvaje, exótico. Pero también similar a cualquier lugar del interior más humilde, a los carnavales de Unquillo. Y también por su sonido, que es como ‘ay de ti’, el otro duele”, señala Espina.
García: “Haití es una isla lo suficientemente lejana para que despierte en nosotros un horizonte mítico. Haití es doblemente isla; ese contorno cerrado que dibujan sus playas antillanas la separa de nosotros, pero además hemos visto en Haití otra isla que crece hacia adentro de la primera, una suerte de anillo de atemporalidad donde moran todos los muertos de América y de todas partes, una isla donde los brujos dibujan círculos de cenizas para conjurar un territorio que los ponga a salvo de la Historia”.
Sobre la angustia calma que destilan las obras de pequeño formato de “Ya fui mujer”, Espina dice: “Es un dolor de purga de limpieza o incluso dolor de parto. Los ciudadanos civilizados hacemos del momento de purga un lugar bochornoso que nos produce asco y horror, escondemos nuestros fluidos porque son lo que nos recuerdan de dónde venimos y hacia dónde vamos. Creo que tanto el arte como la palabra son capaces de hacer conexiones, sinapsis en las que podemos traer al presente heridas del pasado e incluso sanarlas. No recuerdo quién fue el que habló de la ‘presentificación de la presencia’ como una emoción extática que nos saca del tiempo lineal. Lo traumático funciona en un plano fuera de lo lineal, por eso persiste a pesar del paso de los siglos”.
Esa manipulación del espacio-tiempo y la imagen para conjurar una presencia inquietante es la hazaña de “Haití”, que en su puente ominoso une al espectador y su burbuja con su destino ancestral de catacumba. Espina: “Es interesante detenerse en ese vacío, saber que no podremos llenarlo nunca aunque quisiéramos recompensar la necesidad de justicia, de orden o de unidad. El otro nos contempla desde su misterio”.