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Mural de Tomás Espina en el Centro Cultural Matta

Fiebre y geometría

Jimena Ferreiro

Ya fui mujer, ahora seré animal, o piedra, o planta, o polvo cósmico...

Alan Pauls

A riesgo de comprimir el tiempo del arte en una secuencia lineal e inteligible, podría resumir la vida artística de Tomás Espina en la historia de un artista que trabajó pretéritamente con pólvora, que produjo muchas de las obras más icónicas de los 2000, y que en pleno trance, promediando 2009, decidió cambiar de piel –o quemar su antiguo traje– para replegarse en el dibujo y refundar su poética. Lejos del espec- táculo del fuego y la grandilocuencia de los explosivos, el artista resituó su trabajo diseccionando la obra de Brueghel en largas sesiones nocturnas, siguiendo el rastro del carbón, en busca de una nueva revelación.

El desapego con su obra anterior –la que produjo entre 2001 y 2010, que tuvo nota- ble trascendencia y que fue reunida en su libro Pira–2 le permitió cimentar nuevas se- ries, que finalmente se hilvanaron orgánicamente con la producción precedente para despuntar nuevos temas y las obsesiones de siempre. Los fuegos que consumían a los muñecos del carnaval de Unquillo durante los 903 transmutaron en los estallidos de pólvora de las imágenes de la crisis de los primeros 2000, “y a su vez éstos en los residuos carbónicos que tiñen buena parte de su obra contemporánea”.4 La alquimia de los materiales sigue ahí, fraguando nuevas formas.

Esta exposición antológica que presentamos en el Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén, y el libro que la acompaña, reúnen fragmentos de su producción entre 2010 y la actualidad –con la inclusión de algunas obras anteriores que funcionan como conectoras– y persiguen el intento de ubicarse más allá de los dualismos que articulan el pensamiento de tradición occidental. Fiebre y geometría, una extraña conjunción entre el delirio y la razón, apunta a transformar un sinnúmero de expe- riencias que se sitúan en el pasaje entre estos términos históricamente enemistados, en una existencia fluida e indiferenciada.

Si, en su defecto, el arte contemporáneo se afirma en una serie de especulacio- nes conceptuales y operaciones sobre el lenguaje, las más de las veces ascéti- cas y autorreguladas, entonces Tomás Espina es un artista clásico. Y lo es no solo por el despliegue técnico que caracteriza su trabajo desde comienzos de la década pasada, sino principalmente por el intento perseverante de producir imágenes que puedan condensar, como un todo, la experiencia sensible del mundo, y el cúmulo de temporalidades superpuestas en un heterotopía extraviada. Si gran parte de la producción contemporánea es profesional y vocacionalmente mainstream,5 la obra de Tomás Espina es subalternidad y disidencia, y también negociación, experimento social y magia.

El arte es siempre una posibilidad a la espera de acontecer, y el fundamento ético de su práctica define “el lazo entre subjetividad y comunidad”.6 El arte transcurre entre la experiencia individual, en la soledad de la cabeza del artista,7 y el encuentro con el otro, con el colectivo que sustancia la obra y le otorga relevancia social: contin- gencia, ubicuidad y urgencia.

En muchas de las obras que presentamos en esta exposición aparecen recurrente- mente el círculo como forma perfecta adulterada, y la ronda como expresión de la comunión, que luego se convierte en masa indiferenciada, en fusión de cuerpos y sustancias, en cabezas monstruosas transhistóricas, en nube, en vapor, en cenizas y en puente. Una cadena de significantes que revela la memoria del pathos que atra- viesa nuestra cultura desde tiempos ancestrales.

¿Cuál es el tiempo de estas imágenes? ¿De qué época data esa forma contorsiona- da, entre la resistencia y el éxtasis –entre la fiebre y la geometría–, que obsesionó a Aby Warburg hasta el delirio y que se esconde en todos los bestiarios inmemoriales? En las inscripciones de las cavernas, en las tallas primitivas, en las incisiones sobre los metales, en los modelados en barro, en todo el repertorio de imágenes deformes que Tomás Espina invoca en su obra.

Quizás convenga decir que, más que producir imágenes, corroe aquellas que ya tienen una existencia social: las “saca de quicio”, como le gusta decir. Las hace estallar y las somete a diferentes procesos a través del uso del fuego, el hollín, e incluso los hongos accidentales que crecen en la superficie, para erosionar su soporte y transformar su existencia. Hace arder las imágenes convirtiéndolas en zombis entre la forma y lo informe.

Espina compone sus series como estadios de un rito. Y por eso el fuego, que es origen, sanación y destrucción. Y por eso también su iconografía que invoca las fuerzas del chamán, del médium y el aquelarre; que alude a los festejos del carnaval y la suspensión de las jerarquías del orden social; a lo monstruoso que habita el grito en la oscuridad, y a la forma que va perdiendo su componente humano neto para devenir en pura corporalidad.

Podemos imaginar sus obras como efecto de los juegos de luces y sombras dentro de la caverna de Platón, o como la huella que dejó el impacto de la materia en los muros de alguna cueva primitiva, intentando exorcizar los peligros naturales y sobre- naturales que acechan afuera. O como el osario que atesora indiferenciadamente los cuerpos de sus mártires. O, más extrañamente, imaginar desde el futuro y con mira- da arqueológica muchas de las prácticas culturales contemporáneas: un “Halloween arqueológico”, en la metáfora de Eduardo Stupía.

El tiempo del ritual, anterior al tiempo que codificó la narración histórica, se aloja en el centro medular de sus obras. El tiempo del cuerpo, la fiebre y el goce; del éxtasis y de los estados orgánicos, previo a que la profilaxis social convirtiera esos mundos pegajosos, barrosos y olorosos en abyección, en terror y pudor, en decencia, orden y progreso.

Por eso en su obra está todo junto, próximo y contaminado. Y por eso mismo puede fluir del estado de especulación ideal de los sólidos platónicos a la confesión queer de Ya fui mujer 9 y a derribar uno de los mitos fundacionales del Estado nación argen- tino en torno a la invención del desierto y de su conquistador, Julio Argentino Roca: construir un puente y pasarlo por arriba.10

¿Qué otros imaginarios configuran sus fantasmagorías de hollín? ¿Qué nuevas sub- jetividades aloja? Si la obra es efecto de un estado de crisis, Tomás Espina redobla sus esfuerzos para salirse de sí, para obrar de manera extraviada, y procurar llegar –si esto fuera posible tan solo por un instante– al origen mismo de las cosas, al pri- mer nombre, a la sustanciación de la materia.

En un pequeño grabado en punta seca de 2010 –una imagen a modo de prólogo de lo que vino después–, se ve un cuerpo devorando a otro desde el corazón de sus entrañas, ¿o acaso no será la alquimia de un cuerpo fusionándose con otro, o tal vez el momento en que arde hasta exorcizar todos sus fantasmas?

También me pregunto si no será aquel artista que alguna vez fue volviendo a nacer, pariendo un nuevo modo de ser artista, probando otra forma de estar en el mundo.

Mujer, carne, masa, piedra, metal, estrella, cosmos, y así infinitas veces, hasta de- velar el misterio.

Buenos Aires Enero de 2019

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