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Sobre Dominio de Martín Cordiano y Tomás Espina en el Museo MACVAL de París. 

Domus

Syd Krochmanly 

La filosofía política moderna se funda en la idea de un sujeto que tiende a la posesión de la naturaleza y de los productos del trabajo humano, del cuerpo y de los hombres. Sea esta  inclinación orientada por el egoísmo o por la empatía, por el ansia de poder o por el sentimiento de solidaridad y el instinto de conservación, el hombre está inmerso en  relaciones de poder y dominación. La figura de la casa representa la imagen de la posesión primordial, sea el receptáculo del alma o la extensión del propio cuerpo en el espacio. De este modo, la casa es el refugio y el dominio del ser: un lugar de preservación y posesión frente a la violencia natural y humana. 

 

Si los griegos consideraron a la comunidad como una casa, donde lo propio es lo común y la vida privada es compartida, en la era moderna, la casa es una propiedad individual garantizada por el Estado. Sea bajo la tutela del Soberano, de los representantes del pueblo o de la voluntad general, la casa es una dimensión privada en la que el individuo está resguardado de lo público. Ante la dimensión privada de la vida se abre la sociedad: un mundo de relaciones impersonales, frágiles y agresivas donde los sujetos están desamparados. 

 

Frente a este régimen de la sociedad moderna, la instalación de Martín Cordiano y Tomás Espina invierte las coordenadas de la episteme de la vida social. Dominio es una casa habitada por un ser invisible,  cuya  presencia sólo podemos identificar a través de los objetos desplegados: un monoambiente con cocina integrada, dos ventanas exteriores, un par de posters en las paredes, libros de pintura y literatura dispersos sobre los muebles atestados con vajilla de porcelana. Una habitación de paso, con  objetos extraños y propios, que hacen confluir sujetos, imágenes y tiempos.  Dentro de los muebles hay  utensilios, platos sucios dejados en el lavadero, una tetera y dos tazas de café sobre la mesa del comedor, y un par de libros y anteojos sobre la mesa de luz. Todos estos indicios dan al espectador la impresión de ingresar en la casa de un extraño.

 

Esta primera imagen se altera al mirar los objetos con detenimiento. La sala está repleta de una colección de insólitas evidencias: los vidrios de las ventanas están rajados y pegados con cinta scotch, al igual que los vidrios y los espejos de los muebles. Si la mirada avanza aparecen otros detalles: los vasos y las copas, los platos y cubiertos están rotos y rearmados pieza por pieza. Desde las sillas a las mesas, de las puertas a las ventanas desde el piso al techo, toda la sala y todos los objetos están atravesados por la misma operación. Incluso aquellos  que no están a la vista, como las botellas de vino vacías guardadas en el mueble de la cocina, la cafetera eléctrica, el reloj de pared, el horno, la alacena de madera, los platos, jarrones y vajilla también están reconstruidos manualmente con cinta y pegamento. 

 

Los objetos pudieron haber sido rotos por algún accidente: un sismo, una bomba o un robo. Pero ¿por qué están reconstruidos y no reemplazados?  La mirada curiosa y algo perturbada comienza a recorrer con mas detenimiento cada uno de los objetos. Ante la pieza, el público especula acerca de lo que pudo haber pasado: accidente o catástrofe; violencia premeditada o producto de alguna mente perturbada; atentado terrorista, guerra o invasión alienígena. Pero es inútil. Pareciera que todos los accidentes son posibles. Todos los objetos  han sido rotos de alguna manera (cómo y cuando ya no importa) y posteriormente reparados: adornos, libros, postales, fotos, ceniceros, sillas, servilletas, sobres, zapatos, interruptores, lapiceras, etc. Absolutamente todo lo que se encuentra en escena, desde el piso al cielo raso ha sido sacrificado y reconstruido manualmente.

 

Del accidente a la sanación, nos vemos obligados a detenernos en cada rincón de la casa, siguiendo objeto por objeto el dibujo que las cicatrices hacen en cada uno de ellos. Si bien los indicios producen la evidencia de una violencia pretérita, no hay en esa habitación ninguna impresión del pasado. Pues ese pasado (que es indescifrable) ha sido subsanado y por ende suprimido por las cicatrices. Ningún útil ha recuperado su utilidad. No hay un objeto que esté en funcionamiento (a pesar de que cada cosa ha sido reparada), y sin embargo están ahí como si quisieran ser lo que eran. Este espacio que necesita ser revisado genera, para quien recorre la escena, la configuración de un secreto. 

 

Dominio subvierte  las coordenadas políticas y sociales modernas. Si  la figura de la casa, junto con el lecho, el alimento y el fuego, era la de un espacio de protección. En Dominio, la casa expone al sujeto a las tensiones del mundo. La instalación es el lugar donde lo presente está ausente, donde la violencia pública y exterior es íntima e interior, donde  las relaciones de poder atraviesan los objetos personales. La vida social, llena de conflictos y tensiones, se manifiesta en las rajaduras de los objetos. El infierno está en los vestigios de lo propio, lo común y lo familiar.

 

En las sociedades contemporáneas la intimidad se hace pública, y la inestabilidad exterior penetra la vida interna. El peligro no está sólo en la sociedad sino también en la esfera íntima. El hogar, último refugio del sujeto, se abre al mundo y sus conflictos. Ya no hay paredes ni ventanas, pues la violencia ha ingresado. Lo común está rasgado, perdido, abandonado por un genio arrebatado e impetuoso, un habitante ausente  que no es más que el residuo de la experiencia de la disolución de la comunidad. Las relaciones de fuerza aumentan la resiliencia de las cosas. Dominio es el resultado abstracto de la descomposición social: la falta de un cuerpo, un rostro y una voz; y la energía que palpita en lo profundo de las cosas.  

Syd Krochmanly 

Enero 2012

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